Época: Siglo de Oro
Inicio: Año 1519
Fin: Año 1648

Antecedente:
Los medios de difusión de la cultura

(C) Ricardo García Cárcel



Comentario

A partir de los seis años el niño aprendía a leer y escribir en su lengua vernácula, a hacer las operaciones aritméticas más sencillas y a recitar partes del catecismo. El medio de instrucción menos común, pero más prestigioso, era el de tutor privado, que vivía en casa y servía de profesor, compañero y director social del niño. Este medio de instrucción era típico y casi exclusivo, por evidentes razones económicas, de las familias aristocráticas, aunque a veces sus resultados, por incompetencia del tutor, dejaban bastante que desear.
Una alternativa al tutor particular era la enseñanza privada fuera de casa, a cargo del maestro de primeras letras, cuya libertad profesional se vio fuertemente limitada por la intervención de las órdenes religiosas, que impusieron la enseñanza del catolicismo a los niños desde un principio.

Estas escuelas privadas oscilaban entre 38 y 140 alumnos y presentaban serios inconvenientes. La atención individual era mínima (sólo había un maestro y dos asistentes para tal número de niños), lo que hacía que hubiera graves problemas de disciplina, con fuertes castigos corporales incluidos, y que la enseñanza fuese deficiente.

Otro problema de este tipo de enseñanza estaba en los precios: dos reales al mes para los que sólo aprendían a leer; cuatro, para los que aprendían a leer y escribir; seis, para los que aprendían a leer, escribir y contar. Como quiera que el curso duraba once meses, los que aprendían las tres cosas tenían que pagar seis ducados al año, precio totalmente fuera del alcance de la población trabajadora de Castilla (excepto para los alumnos pobres aceptados de limosna). Richard Kagan destaca la importancia del municipio en la creación de un importante número de escuelas, sobre todo desde los primeros años del siglo XVI, por causas probablemente ligadas a los ideales del Renacimiento y al interés de inculcar los dogmas de la religión a cuantas más personas mejor con tal de hacerlas inmunes a la herejía.

La educación secundaria en la España de los Austrias estaba representada por la Escuela de Gramática. La asignatura base de la misma, al menos teóricamente, era el latín, cuyo aprendizaje no empezaba hasta los 8 ó 9 años, una vez que el niño había aprendido los conocimientos básicos de la lengua vernácula, y las otras asignaturas importantes eran geografía, historia, matemáticas, filosofía y retórica. Esta educación secundaria acababa para el alumno a los 17 años y le permitía entrar en la Iglesia o continuar estudios de leyes, medicina, filosofía o teología en las Universidades.

Las Escuelas de Gramática eran el medio de educación más popular para las familias menos privilegiadas y se encontraban generalmente en las ciudades más pobladas. Los maestros eran elegidos para dirigirlas a través de una oposición, dirigida por los concejales del municipio y por el corregidor de la ciudad. Tuvieron un gran éxito (Kagan calcula más de 70.000 sólo en Castilla).

Estas Escuelas fueron, sin embargo, duramente criticadas por los arbitristas, que consideraban que apartaban a la juventud de otras ocupaciones más útiles y productivas. Estas críticas fueron recogidas por Felipe IV en 1623, cuando decretó que sólo las ciudades que tuviesen corregidor pudiesen tener Escuelas de Gramática. Según Kagan, aquí empieza la decadencia de la educación hispánica, que no se regenerará hasta bien entrado el siglo XIX.

Como se ha dicho, el medio de educación preferido por las clases altas era la figura del tutor privado. Su misión era enseñar las virtudes y las buenas costumbres, utilizando las doctrinas y los preceptos de la moral y de la Filosofía Natural. Dominó, ciertamente, el prejuicio terriblemente clasista de los nobles que no querían que sus hijos fueran a las escuelas para mezclarse con los alumnos que no pertenecían a su estamento social y eran considerados vulgares.

Los reyes mostraron su preocupación por lo que consideraban como deficiente preparación de la aristocracia castellana para llevar los asuntos públicos, económicos y políticos que por sangre les correspondían; pero los diferentes intentos de la monarquía de entrenar y educar a la nobleza fracasaron por el excesivo orgullo de ésta (por ejemplo, fracasó el Colegio Especial de Reales Estudios de San Isidro).

Conviene destacar la patente influencia de la Compañía de Jesús en el ámbito educativo peninsular de los siglos XVI y XVII. La Compañía de Jesús pasó a controlar la mayor parte de los Colegios gracias a su buena organización interna y a unos profesores competentes y bien preparados, al contrario de muchas escuelas municipales.

Los jesuitas hacían una severa selección de sus mejores discípulos, y esta minoría vivía en régimen de internado bajo la disciplina jesuítica 24 horas al día y 11 meses al año, aislados del mundo exterior. En todas las actividades se hablaba el latín, existiendo entre los alumnos una fuerte competencia (con incentivos incluidos), cosa que aumentaba su capacidad y sus conocimientos. Todos estos factores dieron un gran prestigio a la Compañía de Jesús y explican su éxito, que Kagan reafirma con una serie de datos elocuentes: en el año 1600 los jesuitas regentaban 118 colegios en la Península (92 de los cuales en Castilla), y en los últimos veinte años del siglo XVI el número de los estudiantes pertenecientes a los colegios jesuitas (sólo en Castilla) aumentó de 10.000 a 15.000.

Las Universidades del Antiguo Régimen siempre han tenido mala prensa. Los testimonio de los estudiantes que las vieron fueron poco halagadores: de un Luis Vives en Valencia a un Cervantes en Salamanca, pasando por el Mateo Alemán de Alcalá. El siglo XVI es, pese a ello, un siglo de patente explosión en la vida universitaria. Veinticuatro nuevos centros universitarios de 1500 a 1600 vinieron a sumarse a los doce ya existentes. Las clásicas y viejas Universidades medievales de Salamanca, Valladolid o Lérida se vieron desbordadas por la proliferación de nuevas Universidades, la mayor parte de las cuales surgieron bajo una forma institucional muy característica de la España de la Contrarreforma, la de los Colegios-Universidades o Conventos-Universidades, también llamados Universidades menores. Estas Universidades nacieron vinculadas a un Estudio particular en el que se impartía originariamente enseñanza de tipo secundario, bien como dependientes de una orden religiosa, que en principio había solicitado privilegio pontificio para formar y graduar con exclusividad a un número reducido de sus miembros. De todas las Universidades creadas en el siglo XVI, sólo Valencia (1500), Granada (1542), Zaragoza (1531), Oviedo (1574) y Vic (1599) pueden considerarse Universidades mayores, nacidas al calor de las necesidades corporativas de profesores y estudiantes o de la iniciativa real o pontificia.

A diferencia de Francia y de Alemania (que tuvieron un esplendor y una crisis en la Universidad más precoces), España tuvo su época de apogeo universitario, como en Inglaterra, entre 1540 y 1620. Pese al protagonismo tan directo de la Iglesia, la realidad es que el intervencionismo regio fue cada vez mayor y visible en la serie de visitas de enviados del Rey a los diversos centros. La Universidad que los Reyes Católicos concibieron fue una institución capaz de fabricar el cuerpo de letrados y funcionarios que el nuevo Estado requería. En 1493, los soberanos introdujeron la exigencia de titulación universitaria para ocupar los distintos cargos de los Consejos, Audiencias y Chancillerías.

La Universidad en el siglo XVI fue un vivero de letrados, una cantera de burócratas, que aspiraban a acceder a una serie de cargos, considerados como el sustitutivo ideal para los segundones, hijos de la pequeña nobleza, que no podían ejercer como rentistas. La tendencia de la monarquía al control en la Universidad se puso de manifiesto en la cada vez más rigurosa filtración impuesta para el ingreso en la misma (freno de la expansión de los estudios secundarios), limitando la fundación de Escuelas de Gramática a las poblaciones que contaran con la presencia de un corregidor y permitiendo sólo subsistir a las que tuvieran un mínimo de renta anual de 300 ducados, y en el control de las cátedras, imponiendo el turno colegial (sistema por el que cada vacantía había de ser cubierta por orden previamente establecido por los alumnos de los Colegios Mayores), que se convirtió en el tamiz adecuado para impedir la permeabilidad social. La práctica del sistema consistía en asegurar, de cada cinco cátedras vacantes, cuatro para los Colegios Mayores donde vivían los estudiantes de las clases acomodadas emparentadas con los grupos de poder.

Antes de 1561 en la Universidad de Valencia sólo 215 alumnos se habían graduado en medicina, mientras el resto de las facultades arrojaba el siguiente balance de bachilleres y doctores: en derecho civil, 107; en derecho canónico, 79; en teología, 72; y en artes, 601. La Universidad de Barcelona tenía pocos alumnos. De 1561 a 1600 se registra un total de 1697 graduados (1574 bachilleres y 123 doctores), distribuidos así: facultad de Artes, 1411 bachilleres y 47 doctores; medicina, 39 bachilleres y 44 doctores; teología, 61 bachilleres y 18 doctores; y derecho, 63 bachilleres y 14 doctores.

Estas cifras realmente son muy pequeñas si las comparamos con las Universidades castellanas.

En el siglo XVI se desarrollan los Colegios Mayores, que tienen especial importancia en las Universidades castellanas. Destacan los cuatro salmantinos (San Bartolomé, San Esteban, San Salvador y Santiago), el de Alcalá (San Ildefonso, con 33 colegiados y 12 capellanes) y el de Valladolid (Santa Cruz que había sido creado en 1479).

Los Colegios Mayores disfrutaban de un considerable grado de autonomía, seleccionando sus propios miembros y dirigiendo sus asuntos financieros. Inicialmente creados como medio para que los estudiantes prometedores pero faltos de recursos accedieran a la enseñanza superior, fueron convirtiéndose en el feudo de una elite de estudiantes de buena familia, que una vez probada su pureza de cristiano viejo pudieran prepararse para conseguir los más altos cargos de la monarquía. Cargos que tenían prácticamente asegurados desde el momento en que conseguían entrar en el Colegio.

La carga docente en las Universidades era notoriamente densa. Ocho o nueve horas diarias de clase, distribuidas entre la mañana y la tarde. El aprendizaje era esencialmente memorístico. A lo largo del curso había veinte días de fiestas religiosas, además de una semana de vacaciones en Navidad y otra en Semana Santa. Los estudiantes de Gramática no tenían vacaciones en verano. Los de las demás Facultades tenían un mes (del 24 de agosto al 24 de septiembre). Las clases se solían dar en latín, aunque en Salamanca tardó en imponerse. La disciplina académica fue rigurosa con un sistema de multas. El claustro se reunía normalmente los sábados. Bachiller, licenciado, doctor y como meta final la agregación al colegio de doctores constituían los títulos de graduación universitaria. En Alcalá no se hacían exámenes anuales, pero se obligaba a demostrar la asistencia. Alumnos célebres de Alcalá fueron Santo Tomás de Villanueva, San Ignacio de Loyola, San Juan de Avila, Bartolomé de Carranza, Huarte de San Juan, Francisco Vallés, Arias Montano, Ginés de Sepúlveda, Domingo de Soto, Martín de Azpilicueta, Juan Mariana entre otros. En Salamanca estudiaron Nebrija, Laguna, el Brocense, Pedro de Valencia, Fray Luis de León, Bernardino de Sahagún, Melchor Cano, Domingo Báñez, Francisco Suárez, Saavedra Fajardo, Calderón de la Barca, Cervantes y Hernán Cortés. Catedráticos de Salamanca fueron Ferrán Pérez de Oliva, el Brocense, Fray Luis de León, Juan de Palacios Rubios, Francisco de Vitoria, Domingo Soto, Bartolomé de Medina y Martín de Azpilicueta.

Con frecuencia, la cátedra se ejerció de modo itinerante. Así vemos a Nebrija, que fue dos veces catedrático en Salamanca (1476-1488 y 1506-1508) y en Alcalá (desde 1513), del mismo modo que Melchor Cano, Domingo Báñez y Francisco Suarez (éste ejerció en Salamanca, Avila, Valladolid, Alcalá, Salamanca de nuevo y Ginebra).

En Valencia ocuparon cátedras intelectuales como Pedro Juan Monzón, Bartolomé José Pascual o Juan Bautista Monllor; en Valladolid, destacaron Fray Martín de Paz y Francisco Suarez; en Zaragoza, Pedro Simón Abril y Baltasar Gracián; en Toledo, Sancho de Moncada; en Osuna, Diego de Zúñiga; en México, Tomás de Mercado; en Sigüenza, Pedro Ciruelo y Pedro Guerrero.

L. Stone acuñó el concepto de revolución educativa para definir el boom demográfico de la población universitaria europea de 1550 a 1640. La tesis de Stone es excesivamente optimista. La realidad es que la Universidad de los siglos XVI y XVII pasó por el boom demográfico sin experimentar cambio cualitativo alguno.

La representatividad de la Universidad en la cultura de su tiempo fue menos que escasa. Una relativamente elevada tasa de la población universitaria castellana (unos 20.000 estudiantes en el momento de máxima expansión, el 3,2% de los varones entre quince y veinticuatro años, frente al 2,7% de Inglaterra o el 1% de Francia) no indica para España un mayor índice de desarrollo cultural respecto a Europa.

Si bien la Universidad de Valencia se adscribió a las pautas más avanzadas de la medicina de su tiempo (la anatomía de Vesalio o la química de Paracelso) y la de Salamanca incluyó la doctrina de Copérnico entre sus Constituciones, la realidad es que la nueva ciencia que llega a España a fines del siglo XVII lo hace al margen de la Universidad, como, de hecho, ocurre en Europa. Las críticas que los intelectuales españoles hicieron a sus Universidades también las expresaron Rabelais y Montaigne hacia la Sorbona.

En definitiva, no hubo revolución educativa. La Universidad siguió firmemente atada a un conservadurismo siempre interesado en satisfacer la demanda profesional de funcionarios y en reproducir la tramoya de los valores domésticos. En los siglos XVI y XVII siguió caracterizada por el corporativismo que adscribía a maestros y alumnos a una concepción gremialista y defensiva del saber. La educación universitaria nunca pudo competir con la eficacia de otros medios de comunicación como el púlpito o el confesionario. Las advertencias de Quevedo al rey ("en la ignorancia de los pueblos está el dominio de los príncipes, el estudio que les advierte les amonita (...) Príncipes, temed al que no tiene otra cosa que hacer sino imaginar y escribir"), no podían provocar una reacción en una Universidad que se permitió muy pocas veces la tentación de pensar.